domingo, 6 de junio de 2004

Precampañas: ¿Libres o reguladas?

¿Tiene razón Vicente Fox en reprender a su Secretario de Energía, Felipe Calderón, por acudir a un acto de proselitismo con miras a la elección presidencial del 2006? ¿Es válido que Felipe Calderón renuncie a su puesto, bajo el pretexto de "lo exagerado del regaño presidencial", o bien, debió haber renunciado por violación a la ética republicana que impide que un funcionario de gobierno sea, a la vez, precandidato a la Presidencia de la República?

¿Deben los partidos hacer precampañas con tanto tiempo de anticipación sin más límite que el interés de sus estrategias políticas para preservar el poder, como fue el caso del PAN en Nuevo León que, de febrero a noviembre del 2002, organizó la precampaña a la gubernatura más larga que se haya conocido en la historia del estado, o del PRI, a nivel nacional, que organizó sus elecciones primarias para candidato a la Presidencia de la República de septiembre a noviembre de 1999?

Esta es sólo una pequeña muestra de la necesidad que tenemos de acotar los tiempos electorales. Los mexicanos no podemos vivir bajo un sistema de deliberación constante. Hemos pasado, en unos pocos años, de la "campaña permanente", en la que los gobiernos se veían en la imperiosa necesidad de comunicar sus logros, a los tiempos de la "elección permanente" en la que los partidos y actores políticos dedican la mayor parte de su agenda a prepararse para triunfar en la pasarela del sufragio universal.

¿Puede una democracia subsistir cultivando la forma sin trabajar el fondo, privilegiando los medios y no los fines, las reglas y no los resultados?

La elección permanente altera el "equilibrio democrático" que presupone que hay un tiempo para elegir, y otro muy distinto para gobernar. Contrario a lo que sucede en los regímenes totalitarios, en las democracias representativas los ciudadanos no pueden vivir bajo el acoso de la eterna movilización política, sino -por paradójico que esto pueda parecer-, bajo la seguridad de que su participación política está acotada a los tiempos electorales.

En la mayoría de los países democráticos los periodos de campañas no suelen sobrepasar los seis meses, incluyendo la precampaña y la campaña constitucional. En la elección para Gobernador de Nuevo León en la que Natividad González Parás resultó triunfador, los periodos de precampaña y campaña constitucional se prolongaron por 18 meses -de enero del 2002 a julio del 2003-, el triple que en las democracias desarrolladas.

El riesgo es que estamos transitando de un "sistema autoritario" con participación política limitada, a uno democrático con "elecciones permanentes". La euforia de la transición democrática que se ha apoderado de nuestra clase política nos ha llevado a privilegiar la cantidad, mas no la calidad. Una cosa es comunicar logros de gobierno -la "campaña permanente"-, y otra muy distinta es cultivar las expectativas ciudadanas en base al ideal utópico de la sociedad que se puede alcanzar -"la elección permanente-".

Debemos preguntarnos: ¿el hecho de tener campañas electorales con el triple de duración que la mayoría de las democracias contemporáneas nos hace más democráticos?

Bajo el autoritarismo presidencialista no había necesidad de reglamentar las precampañas, ni limitar las aspiraciones de los funcionarios deseosos de ocupar un puesto de elección popular, pues se vivía bajo la regla no escrita, que resumió a la perfección Fidel Velázquez: "el que se mueve no sale en la foto". En el presidencialismo priista los actores políticos mantenían una férrea disciplina, pues la regla era que el Presidente saliente eligiera por "dedazo" a su sucesor.
Vicente Fox rompió esta regla para emprender, desde la oposición, una larga precampaña con dos años de anticipación. Ahora el principio que prevalece es el inverso: "para salir en la foto hay que moverse", imponiendo a nuestra clase política un activismo electoral que distorsiona el funcionamiento normal de la democracia. Al hacerlo se substituyó un sistema cuya premisa era la disciplina, por otro en el cual el principio es la ausencia de reglas.

Con un agravante adicional: heredamos del viejo régimen la larga duración de las campañas electorales, olvidando que bajo el presidencialismo priista las campañas políticas no estaban diseñadas para escenificar una auténtica contienda electoral, sino para plebiscitar al candidato oficial a través de sus recorridos a lo largo y ancho del país.

El diagnóstico es claro. Tenemos que rediseñar y reinventar los tiempos electorales. Al país no le conviene que los procesos electorales se prolonguen indefinidamente, o que pasemos más tiempo deliberando, que resolviendo los problemas que le aquejan.

Los mecanismos para avanzar hacia la normalidad democrática son dos: primero, limitar los tiempos electorales a no más de seis meses incluyendo la precampaña y la campaña constitucional. Y, segundo, impedir que tanto los partidos políticos como los servidores públicos hagan proselitismo fuera de los periodos electorales.

El principio que debe regir la relación entre los partidos políticos y gobierno es el de la estricta separación entre campañas electorales y gobierno. Si algún servidor público, como es el caso de Felipe Calderón, o de muchos otros más, aspira a ser candidato a un puesto de elección popular, debe renunciar a su cargo para evitar alterar la neutralidad política del gobierno.

Por encima de todos estos argumentos, existe una razón de índole práctica para dejar atrás el sistema de elección permanente: las campañas son muy costosas, y México no puede permitirse mantener una democracia onerosa: "pueblo pobre, democracia rica".

Tenemos que pasar de la euforia de la elección permanente, a la normalidad de los gobiernos eficientes. No podemos darnos el lujo de invertir cantidades estratosféricas en los procesos electorales, para que el resultado sea gobiernos mediocres con un desempeño por debajo de las expectativas suscitadas en la campaña electoral.

(Este artículo se publicó en el periódico El Norte el 06-06-04)